Aquella mañana se despertó y abrió los ojos en un parpadeo de segundo. Sus ojos, grandes como dos rubíes, hacían de una belleza inmesurable su tez. Sus labios, ni muy finos ni muy gruesos, perfectos. Su nariz, chata y perfectamente colocada sobre la comisura de ambos.
Acto seguido, se levantó de la cama, apartando despacio las sábanas que tapaban su delicado cuerpo. Se sentó en el bordillo y se puso las zapatillas. Se dirigió a la cocina y elaboró su desayuno - muy laborioso, por cierto - esperando esas tostadas recién hechas que pronto saldrían bailarinas de la tostadora. Mientras, ponía la radio y se dejaba ir por la cocina al ritmo de la melodía. Colocaba a su vez, todo lo necesario en la bandeja. Dirigiéndose a la sala; cogió con agilidad el pan caliente, metiéndose uno en la boca para poder llevarlo sin que se le cayese aquel suculento manjar a rebosar en la plancha de plástico. Se sentó en el sofá individual y reposó los pies cruzados. Cuando hubo terminado, llevó las cosas a su sitio. Y volvió al cuarto. Su sonrisa, iluminaba cada rincón de la gran habitación. Bastante grande, para una señorita sin compromiso alguno. Tan sólo la compañía de un perro y de su taza de café podían hacer de un día horrible, uno estupendo. Miraba a través de la puerta corredera que daba a la terraza, un día soleado.
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